Mensaje de Monseñor Víctor Hugo Palma, Obispo de la Diócesis de Escuintla
Queridos hermanos e hermanas en el Señor:
La Palabra del Señor, nos ha recordado que el amor es el resumen de toda la Ley Divina. El evangelista San Mateo narra que los fariseos, después que Jesús respondiera a los saduceos dejándolos sin palabras, se reunieron para ponerlo a prueba (cf. Mt 22, 34-35). Uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?» (Mt 22, 36). La pregunta deja adivinar la preocupación, presente en la antigua tradición judaica, por encontrar un principio unificador de las diversas formulaciones de la voluntad de Dios. No era una pregunta fácil, si tenemos en cuanta que en la Ley de Moisés se contemplan 613 preceptos y prohibiciones. ¿Cómo discernir, entre todos ellos, el mayor? Pero Jesús no titubea y responde con prontitud: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento» (Mt 22, 37-38).
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Añadiendo las palabras como a ti mismo, Jesús nos ha puesto delante de un espejo al que no podemos mentir; lamentablemente el amor no se ve reflejado en la realidad de nuestro país: hay tanta violencia, tanta corrupción, tantos males que nos aquejan. Tristemente vemos que muchos grupos que se dicen «cristianos» tienen la penosa mentalidad de que lo principal no es el amor sino las bendiciones de carácter económico, esa mentalidad es contraria al Evangelio, incita al egoísmo y esto lo vemos reflejado en una nación aparentemente tan cristiana y a la vez, tan violenta.
Jesús consideraba el amor al prójimo como su mandamiento, aquél en el que se resume toda la Ley. «Este es mi mandamiento: que os améis los unos como yo os he amado» (Jn 15, 12). Muchos identifican todo el cristianismo con el precepto del amor al prójimo y no carecen de razón. Pero debemos intentar ir un poco más allá de la superficie de las cosas. Cuando se habla de amor al prójimo la mente va enseguida a las obras de caridad, a las cosas que hay que hacer por el prójimo: darle de comer, de beber, visitarle; en resumen, ayudar al prójimo. Pero esto es un efecto del amor, no es aún el amor. Antes de la beneficiencia viene la benevolencia; antes que hacer el bien, viene el querer bien.
La caridad debe ser sin fingimiento, esto es, sincera (literalmente sin hipocresía, Rm 12,9); se debe amar con corazón puro (1 P 1,22). Se puede de hecho hacer la caridad y la limosna por muchos motivos que nada tienen que ver con el amor: para adornarse, para pasar por benefactores, para ganarse el paraíso, hasta por remordimiento de conciencia.
Si encuentras a un pobre hambriento y tiritando de frío, decía Santiago, ¿de qué le sirve si le dices: ¡Pobrecillo, ve, caliéntate, come algo!, pero no le das nada de lo que necesita? Hijos, añade San Juan, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad (1 Jn 3, 18). No se trata por lo tanto de devaluar las obras exteriores de caridad, sino hacer que éstas tengan el fundamento en un genuino sentimiento de amor y de benevolencia.
La caridad del corazón es la caridad que todos podemos ejercitar, es universal. Todos pueden darla y recibirla. Además es concretísima. Se trata de comenzar a mirar con ojos nuevos las situaciones y a las personas con las que vivimos. ¿Que ojos? Si es sencillo: ¡los ojos con los que querríamos que Dios nos mirara a nosotros! Ojos de disculpa, de benevolencia, de comprensión, de perdón. como contrasta este mensaje del Evangelio en medio de una sociedad injusta y desigual como la nuestra acá en Escuintla, somos una sociedad enferma de egoísmo, nos toca a nosotros, como discípulos de Jesús, llenar del amor de Cristo nuestra sociedad, nuestro trabajo, nuestra familia. «Ama y haz lo que quieras» decía San Agustín. La hora a llegado llevemos el amor de Cristo a todos los rincones del mundo.
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