Monseñor Palma - Mensaje Pastoral

A la conciencia chapina: El amor a Dios y al hermano

Monseñor Víctor Hugo Palma

Del mandamiento del amor decía San Agustín: “No puedes llegar hasta el Dios que deseas, sin el hermano que camina y está a tu lado”. La Buena Noticia del XXX Domingo del Tiempo Ordinario presenta esta síntesis entre “amar, buscar, caminar hacia Dios” y la necesidad de hacerlo “por la vía de amor fraterno”. Jesús “es puesto a prueba”, pues era extraño que un carpintero supiera profundidad la ley de Dios, si bien ya el Antiguo Testamento indicaba “ambos amores como inseparables” (Deuteronomio 6, 5; Levítico 19, 18). Con el tiempo el divorcio entre ambos se había profundizado, llegándose a una ignorancia de su complementariedad querida por Dios.

En cuanto el amor a Dios:

a) Con todo el corazón, alude a ponerle en la “parte superior” de cualquier afecto o apego a personas y cosas: duro, pero cierto para el materialismo y desequilibrios afectivos actuales,

b) Con toda el alma, alude a la «fuerza vital», al proyecto de vida que hoy se encierra en un simple “supérate, tú puedes”, marginando la acción divina rectora de dichos proyectos;

c) Con toda la mente, alude a las «acciones concretas» en los diferentes campos: la familia, el Estado y su gestión.

Todo lo que se puede organizar desde la justicia, producir desde la empresa, enseñar desde la cátedra, en ningún modo pueden ir contra Dios y las sendas de bien que Él indica. En el fondo, el amor a Dios pasa por el amor al hermano, que es el compañero camino de la historia: es contradictorio blandir los instrumentos legales, desechando el derecho a la vida, la justicia y la dignidad del hermano.

También indica San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”, a lo que agregaba el beato jesuita Henri-Marie de Lubac: “…sí, lo que quieras… ¡pero está seguro que es amor!”. Se trata de un equilibrio pensante y activo en todos los campos de la vida de una nación como Guatemala, donde se dice no faltar el culto a Dios, pero muy separado del “amor real” —solidaridad, justicia, reconciliación y paz— hacia el hermano. Y aunque están de moda, o el “laicismo radical” o “cambiarse de religión para tranquilizar la conciencia”, el amor sigue ausente en quienes se obsesionan en el cumplimiento de preceptos, en el fondo sin amor: “Es un amor que no ve al otro…» Jesús concluye que “en esto se resumen la ley y los profetas”. Es decir, que todo lo que se considere “cumplimiento legal pasa por la escucha del otro” (Papa Francisco Te cuento el Evangelio, página 192).

El endurecimiento de las posiciones, el ocultamiento de la verdad y negación de la voluntad popular, como tantísimos han manifestado, lleva a la conclusión de la falsedad de un “culto sin amor, sin justicia, sin escuchar el reclamo de la viuda, del huérfano, del pobre”, a los que Dios escuchaba, no “sociológicamente”, sino porque los amaba. No es fácil el amor verdadero: “Es mi cruz, es mi peso y por él soy llevado a donde quiera” (San Agustín, Confesiones XIII, 9). Solo el amor verdadero a la Nación y sus hijos —en cristiano, los “hermanos”— puede llevar a la dimisión, si no por mecanismos legales —que suelen hacerse tramposos y eternos—, por la causa del Bien Común: ese “bien de todos y para todos” no es injusticia ni comunismo, es un asomo a la verdad, para no desfigurar el amor según el proverbio: “Tanto quiso el diablo a su hijo, que le sacó un ojo”.

Escuchar, pues, la “causa del bien común”, dejar de hacer lo indebido, sin hacer del principio legal un blindaje del egoísmo, ese es equilibrio al que apunta la Carta de Santiago: “Si alguien dice: «Yo amo a Dios», pero aborrece a su hermano, es un mentiroso. Porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto” (1 Juan 4, 20).

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