Queridos hermanos y hermanas:
En el sexto domingo de Pascua, la Palabra de Dios continúa revelándonos el rostro de la Iglesia del Resucitado, es la comunidad donde habita el Señor quien da vida a esa Iglesia suya por medio del Espíritu.
Es el Espíritu Santo, primer fruto de la Pascua de Cristo, que Él dona a la comunidad para que ella profundice no solo en la comprensión de las enseñanzas del Señor, sino se transforme por la acción del Espíritu en discípula y testigo de su Señor. Así, cuando crece en el mundo, debe “discernir” lo que es esencial en el encuentro de las naciones con el Evangelio de Cristo; en la primera lectura, ante exigencias que no son lo fundamental de la vida cristiana.
Los apóstoles realizan entonces el “Primer Concilio de la historia de la Iglesia”, el famoso Concilio de Jerusalén y “con la ayuda del Espíritu Santo” abren el Evangelio a todos los pueblos. En ellos sin duda el Espíritu del Resucitado hace presente aquella “misericordia” o revelación del amor de Dios que tanto nos invita a descubrir el Papa Francisco: ¡es tan posible cerrar a los demás el camino de la salvación si en nuestra vida comunitaria y en nuestra acción pastoral no invocamos al Espíritu del Señor y seguimos sus inspiraciones!.
Por ello, la Iglesia es “apostólica” como lo narra la visión de San Juan en el Apocalipsis (segunda lectura); los apóstoles verdaderos y sus sucesores, los Obispos en la Iglesia Católica, no son una especie de fundadores o gerentes de empresas religiosas –como suele suceder tanto hoy día en “iglesias – empresas” de individuos o familias; ¡pidamos al Espíritu Santo nos enseñe a amar y seguir la verdad de la Iglesia de Cristo!.
Es por todo ello que, comprendiendo misericordiosamente la debilidad de sus discípulos, el Señor en la Cena ya promete el Espíritu, el cual no es una especie de energía mágica como suelen mostrarlo los predicadores pentecostales, sino una persona que “habita en nosotros con el Padre y el Hijo desde nuestro bautismo”.
Es más, nos convierte a nosotros mismos en casa o habitación de Dios en el mundo. Es el Espíritu que hace presente el don de la paz: la relación de hijos con el Padre, de hermanos con los demás y de señores –no de esclavos- con las cosas materiales.
Pidamos al Señor que su Espíritu, que ya comienza a insinuarse preparándonos a Pentecostés, verdaderamente nos otorgue la paz, la capacidad de presentar un Evangelio de misericordia y no de dureza a los que en lo profundo de su corazón buscan a Dios.
Mientras continúo con las Visitas Misioneras a las parroquias diocesanas, pido sus oraciones sobre mi ministerio y el de mis colaboradores los Presbíteros, para ser, por intercesión de la Madre de Misericordia, para todos ustedes, humildes pero eficaces instrumentos de los dones del Resucitado; la paz, la misericordia y la alegría del encuentro personal con Cristo mediante la acción de su Espíritu en nosotros.
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